TODOS VOSOTROS, ZOMBIES… - Robert A. Heinlein

22.17 Tiempo Zona V (TO) - 7 Nov. 1970 - Nueva York - «Pop’s Place»: Estaba limpiando una copa de coñac cuando entró la Madre Soltera. Miré la hora: las diez y diecisiete minutos de la noche, tiempo de la zona cinco o tiempo oriental, 7 de noviembre de 1970. Los agentes temporales siempre se fijan en la hora y la fecha. Es nuestra obligación.

La Madre Soltera era un hombre de veinticinco años, no más alto que yo, rasgos infantiles y un carácter susceptible. No me gustaba su aspecto —ni me había gustado nunca—, pero yo estaba aquí para reclutarlo, era mi muchacho. Le obsequié con mi mejor sonrisa de tabernero.

Tal vez soy demasiado crítico. No era un homosexual. Su mote procedía de lo que él siempre contestaba cuando algún entrometido se interesaba por su vida: «Soy una madre soltera.» Y si no se sentía demasiado violento, añadía: «A cuatro centavos la palabra. Escribo historias sentimentales.»

Cuando se encontraba molesto, esperaba a que alguien interviniera. Tenía un estilo de lucha mortal, como una mujer policía. Esa era una de las razones por la que yo lo buscaba, aunque no la única.

Se le veía bastante bebido y su rostro demostraba que despreciaba a la gente más de lo acostumbrado. Serví en silencio un doble de Old Underwear y dejé la botella al lado. Él vació el vaso y pidió más.

—¿Qué tal le van las cosas a la «Madre Soltera»? —pregunté mientras limpiaba la barra.

Sus dedos se aferraron al vaso y pensé que estaba a punto de echármelo a la cara. Automáticamente puse una mano sobre la cachiporra que tenía bajo el mostrador. En manipulación temporal se intenta tenerlo todo en cuenta; pero hay tantos factores que nunca se corren riesgos innecesarios.

Vi que se tranquilizaba un poco, ese poco que en la escuela de entrenamiento del departamento te enseñan a vigilar.

—Perdone —dije—. Sólo le pregunto cómo va el trabajo. O qué tiempo hace, para el caso da lo mismo.

—El trabajo va bien —respondió agriamente—. Yo escribo, ellos imprimen, yo como.

Me serví un poco de licor y me incliné hacia él.

—Reconozco que escribe cosas interesantes —dije—. He hojeado algunas. Tiene un toque sorprendente para el ángulo femenino.

Tenía que arriesgarme a ese paso en falso (él nunca había revelado los seudónimos que usaba). Pero estaba muy excitado y sólo se fijó en las últimas palabras.

—¡El ángulo femenino! —repitió, y soltó una risotada—. Sí, conozco el ángulo femenino. A la fuerza.

—¿Ah, sí? ¿Tiene hermanas?

—No. Si se lo contara, no me creería.

—Bueno, bueno —respondí con suavidad—. Los camareros y los psiquiatras saben que nada es más extraño que la verdad. Mire, hijo, si supiera usted las historias que yo oigo… Bueno, se haría millonario. Increíble.

—¡Usted no sabe qué quiere decir «increíble»!

—¿Ah, no? Nada me sorprende. Siempre he oído cosas peores.

—¿Se apuesta el resto de la botella? —Volvió a reírse.

—Me juego una botella nueva —ofrecí, y la puse sobre la barra.

Hice señas a mi otro camarero para que se ocupara de la clientela. Estábamos en el extremo más alejado de la barra. Era un lugar con un solo taburete y el trozo de barra que había al lado siempre estaba lleno de huevos escabechados y otras tapas para que nadie pudiera sentarse allí. En el otro extremo del mostrador había algunas personas viendo el boxeo por TV y otro cliente ponía discos en la máquina. Estábamos, pues, en un sitio tan íntimo como una cama.

—De acuerdo —empezó—. En primer lugar, soy un bastardo.

—Aquí no hacemos descuento por eso.

—Hablo en serio. Mis padres no estaban casados.

—Nada del otro mundo. Tampoco los míos.

—Cuando… —Se interrumpió y me dedicó la primera mirada afectuosa desde que le conocía—. ¿No bromea?

—No. Soy un bastardo al cien por cien. Y para serle franco, nadie se casa en mi familia. Todos son bastardos. —Le enseñé mi anillo—. Parece de boda, pero lo llevo para que las mujeres no se acerquen. Es una antigüedad que compré en 1985 a un colega. Él lo había ido a buscar a la Creta precristiana. El gusano Ouroboros… La serpiente del mundo que se devora la cola eternamente. Es un símbolo de la Gran Paradoja.

Apenas miró el anillo.

—Si de verdad es usted un bastardo —dijo—, ya sabrá lo que se siente. Cuando yo era niña…

—¡Ep! ¿He oído bien?

—¿Quién está contando esta historia? Mire, ¿ha oído hablar de Christine Jorgensen? ¿O de Roberta Cowell?

—¡Oh, oh! ¿Cambios de sexo? ¿Pretende decirme que…?

—No interrumpa ni se me adelante, o no hablaré más. Me abandonaron en un orfanato de Cleveland en 1945, cuando tenía un mes de vida. Cuando era pequeña, envidiaba a los niños que tenían padres. Luego, cuando empecé a conocer el sexo… y créame, Pop, en un orfanato se aprende muy deprisa…

—Lo sé.

—… juré solemnemente que ningún hijo mío tendría papá y mamá. Eso me mantuvo «pura», toda una proeza estando allí… Tuve que aprender a pelear para seguir así. Luego crecí y comprendí que tenía muy pocas posibilidades de casarme. Por la misma razón que nadie quiso adoptarme. —Frunció la frente—. Tenía cara de caballo y dientes salientes, era lisa de pecho y de cabellos…

—No creo que tenga más cara de caballo que yo.

—¿A quién le importa el aspecto de un camarero? ¿O de un escritor? A la gente que desea adoptar los mejores pequeños bobos de ojos azules y pelo rubio. Y después, los chicos quieren pechos prominentes, una cara encantadora y un porte que despierte admiración. —Se encogió de hombros—. Yo no podía competir. Por eso decidí unirme a la R.A.M.E.R.A.

—¿Qué?

—Significa Red Auxiliar de Mujeres Enfermeras de la Reserva Asistencial, lo que ahora denominan Ángeles del Espacio: Auxiliares de Navegación, Grupo Extraterrestre de Legiones.

Conocía ambos términos. Antes me los sabía de memoria. Todavía usamos un tercer nombre, el de un cuerpo militar de élite también formado por mujeres: Grupo de Urgencia Auxiliar para Reconfortar y Reanimar a los Astronautas. El cambio de vocabulario es la mayor dificultad de los saltos en el tiempo. ¿Sabían que el término «estación de servicio» se refería en tiempos a un lugar donde vendían gasolina en pequeñas cantidades? Una vez, cuando cumplía una misión en la Era de Churchill, una mujer me dijo: «Nos veremos en la próxima estación de servicio»… que no es lo que parece, porque (entonces) una «estación de servicio» no habría tenido camas.

La Madre Soltera siguió hablando:

—Fue cuando admitieron por primera vez que no se podía enviar hombres al espacio por períodos de meses y años enteros y no aliviar la tensión que se producía. ¿Recuerda cuánto chillaron los puritanos? Aquello mejoró mis posibilidades, puesto que las voluntarias escaseaban. Las candidatas debían ser respetables, preferiblemente vírgenes (les gustaba entrenarlas desde el principio), estar mentalmente por encima del término medio y ser emocionalmente estables. Pero la mayoría de voluntarias fueron viejas rameras o mujeres neuróticas que no iban a durar ni diez días en cuanto salieran de la Tierra. Así que no tuve que preocuparme por mi aspecto. Si me aceptaban, me arreglarían la dentadura y el pelo, me enseñarían a caminar, a bailar, a escuchar a un hombre poniendo cara de agrado… y me entrenarían, claro, en los deberes fundamentales. Incluso me harían una operación de cirugía plástica si era preciso… Nada es demasiado bueno para nuestros chicos.

»Mejor todavía: se aseguraban de que no quedaras embarazada durante el tiempo de servicio, y al finalizar el mismo tenías una seguridad casi total de casarte. Es lo mismo que pasa ahora, los A.N.G.E.L.E.S. se casan con astronautas, conocen bien su oficio.

»Cuando tenía dieciocho años me mandaron a una casa como “asistenta familiar”. Aquella familia quería simplemente una criada barata. Pero a mí no me importó, ya que no podía alistarme hasta cumplir los veintiún años. Hice trabajos domésticos y asistí a la escuela nocturna… fingiendo que deseaba mejorar mi taquigrafía y mecanografía, aunque en realidad mi única preocupación era mejorar mi atractivo y tener más posibilidades de que me aceptaran en la R.A.M.E.R.A.

»Luego conocí a aquel tipo de la capital y sus billetes de cien dólares. —Su mirada volvió a ser ceñuda—. Sí, aquel inútil tenía un montón de billetes de cien. Me los enseñó una noche, me dijo que eran para ayudarme.

»Pero no los acepté. Me gustaba aquel hombre. El primero que se mostraba agradable sin intentar hacer travesuras conmigo. Dejé de ir a la escuela nocturna para verle más a menudo. Fue la época más feliz de mi vida.

»Pero una noche fuimos al parque, y empezaron las travesuras.

—¿Y qué ocurrió? —pregunté al ver que callaba.

—¡No ocurrió nada! Nunca volví a verle. Me acompañó a casa, me dijo que me amaba… me dio un beso de buenas noches y jamás volvió. ¡Si volviera a encontrarle, le mataría!

—Comprendo tus sentimientos. Pero matarle… sólo por hacer algo que se basa en un instinto natural… Humm… ¿Se resistió usted?

—¿Eh? ¿Qué tiene que ver eso con lo sucedido?

—Bastante. Quizá él se merezca tener los dos brazos rotos por abandonarle, pero…

—¡Se merece mucho más todavía! Espere a que le cuente el resto de la historia. Me las arreglé para que nadie supiera lo que había sucedido y llegué a la conclusión de que todo había sido para bien. En realidad, no le amaba y posiblemente nunca amaría a nadie. Además, estaba ansiosa por entrar en la R.A.M.E.R.A., más ansiosa que nunca. Yo no estaba descalificada, puesto que ya no insistían en que las candidatas fueran vírgenes. Me sentía muy animada.

»No me di cuenta hasta que mis faldas empezaron a quedarse pequeñas.

—¿Estaba embarazada?

—¡Vaya jugarreta me había hecho! Los tacaños con los que yo vivía pasaron por alto mi estado hasta que dejé de serles útil. Después me echaron a patadas y ya no podía volver al orfanato. Acabé en un hospital de caridad, rodeada de grandes barrigas como la mía, y me ocupé de los orinales hasta que me llegó la hora.

»Una noche me encontré en la mesa de operaciones, con una enfermera que me decía: “Relájese. Respire profundamente.”

»Cuando desperté estaba en una cama y me sentí entumecida del pecho para abajo. Entonces entró mi médico. “¿Qué tal se encuentra?”, me preguntó con aire jovial.

»“Como una momia”, respondí.

»“Naturalmente. Le hemos vendado como si fuera una momia y le hemos administrado muchos calmantes para mantenerla entumecida. Se pondrá bien… pero una cesárea no es igual que una cutícula inflamada.”

»“¿Una cesárea?”, dije yo. “Doctor… ¿He perdido el niño?”

»“¡Oh, no! La criatura está muy bien.”

»“¿Es chico o chica?”

»“Es una niña muy saludable. Pesa tres kilos.”

»Me tranquilicé. Haber tenido una hija es… es importante. En aquel momento pensé irme a alguna parte, convertirme en una “señora” y dejar que la niña pensara que su papá había muerto. ¡No quería ningún orfanato para mi hija!

»Pero el médico seguía hablando. “Dígame, señora… eh…” Había olvidado mi apellido… o lo sabía y no quiso meter la pata. “¿Sabía que su estructura glandular es… muy extraña?”

»“¿Cómo dice? Claro que no lo sabía. ¿Qué pretende decirme?”

»El cirujano no sabía cómo explicarse. “Voy a darle esto y luego le pondré una inyección para que duerma y calme sus nervios. Porque es evidente que va a ponerse nerviosa.”

»“¿Por qué?”, pregunté.

»“¿Ha oído hablar de ese médico escocés que fue mujer hasta cumplir los treinta y cinco años? Luego fue sometido a una operación quirúrgica y se convirtió, legal y médicamente, en un hombre. Y se casó. No hubo problemas.”

»“¿Y qué tiene que ver eso conmigo?”

»“Es lo que pretendo explicarle. Usted es un hombre.”

»Traté de incorporarme en la cama. “¿Qué ha dicho?”

»“Tómeselo con calma. Cuando efectué la cesárea me encontré con una confusión de órganos. Mandé llamar al cirujano en jefe mientras sacaba a la niña, y sostuvimos un cambio de impresiones. Usted seguía en la mesa de operaciones, claro está. Hemos estado trabajando varias horas, esforzándonos al máximo con usted. Encontramos dos estructuras orgánicas, ambas inmaduras, pero con la femenina lo bastante desarrollada para que usted pudiera tener un hijo. Era algo que no volvería a serle de utilidad, así que la extirpamos y lo dejamos todo de forma que usted, pueda desarrollarse adecuadamente como hombre.” Me puso la mano en el hombro. “No se preocupe. Usted es joven, sus huesos se adaptarán, vigilaremos su equilibrio glandular… y haremos de usted un hombre joven.”

»Me puse a llorar. “¿Y qué me dice de mi hija?”

»“Bueno, no podrá criarla. Usted no tiene leche suficiente para una recién nacida. Si estuviera en su caso, yo… miraría de que la adoptaran.”

»“¡No!”

»El médico se encogió de hombros. “La decisión le corresponde a usted, como madre que es de la niña… o como padre. Pero ahora no se preocupe. Lo principal es que usted se restablezca.”

»El día siguiente me enseñaron a la niña y la vi a diario… intentando acostumbrarme a ella. Nunca había visto a un recién nacido y no podía imaginarme lo horribles que son. Mi hija me parecía un mono de color anaranjado. Pero estaba resuelta a hacer todo lo necesario por ella. Pasaron cuatro semanas y mis buenas intenciones perdieron todo su significado.

—¿Cómo dice?

—La raptaron.

—¿La raptaron?

La Madre Soltera estuvo a punto de aplastar la botella que nos habíamos apostado.

—La secuestraron… ¡Se la llevaron del hospital! —Hablaba casi sin poder respirar—. ¿Qué le parece? Arrebatarle a un hombre la última razón que le impulsa a vivir…

—Desesperante. Permita que le sirva otro vaso. ¿No hubo pistas de los secuestradores?

—La policía no sacó nada en claro. Alguien se presentó para verla, haciéndose pasar por un tío de la niña. Y se la llevó mientras la enfermera estaba de espaldas.

—¿Una descripción?

—Un hombre de rostro similar al suyo o al mío. Nada más. Pienso que se trataba del padre de la niña. La enfermera juró que era un hombre de edad, aunque probablemente iba maquillado. ¿Qué otra persona podría robarme a mi hija? Hay mujeres sin hijos que hacen cosas así… pero nadie conoce un solo caso en que el secuestrador haya sido un hombre.

—¿Y qué fue de usted después del rapto?

—Estuve otros once meses en aquel lugar siniestro y sufrí tres operaciones. Al cabo de cuatro meses me empezó a crecer la barba, y me afeitaba con regularidad antes de salir del hospital. Ya no tenía duda alguna de que era un hombre. —Sonrió irónicamente—. Incluso me atraían los escotes de las enfermeras.

—Bien, creo que usted superó el trance —opiné—. Aquí está, un hombre normal que se gana bien la vida y sin problemas graves. Además, la vida de una mujer no tiene nada de fácil.

—¡Usted sabe mucho!

—¿Ah, sí?

—¿Ha oído alguna vez la expresión «una mujer destrozada»?

—Bueno… Sí, hace varios años. No significa demasiado en la actualidad.

—Yo estaba tan destrozado como pudiera estarlo una mujer. Aquello fue una bomba que me destrozó por completo… Había dejado de ser una mujer… y no sabía cómo ser un hombre.

—Supongo que es difícil acostumbrarse.

—No tiene ni la más mínima idea. No estoy hablando de aprender a vestirse o de no confundir el lavabo de señoras con el de caballeros. Todos esos detalles los aprendí en el hospital. El problema era cómo vivir. ¿Qué trabajo podía conseguir? Diablos, ni siquiera sabía conducir. No tenía oficio alguno y no podía dedicarme a labores manuales. Tenía demasiadas cicatrices, una piel demasiado blanda.

»Odié a aquel hombre por haber destrozado mi vida, por haber impedido que me presentara a R.A.M.E.R.A. Pero ese odio no surgió hasta que traté de entrar en el Cuerpo Espacial. Una sola mirada a mi barriga bastaba para que me declararan inútil para el servicio militar. El oficial médico perdió algún tiempo conmigo, simplemente por curiosidad. Ya tenía noticias de mi caso.

»En estas circunstancias, cambié mi apellido y me trasladé a Nueva York. Conseguí trabajo como cocinero de segunda, y luego alquilé una máquina de escribir para mecanografiar manuscritos a domicilio… ¡Y qué éxito tuve! En cuatro meses mecanografié cuatro cartas y un manuscrito. Este último era para Historias de la Vida Real y fue un auténtico derroche de papel, pero el imbécil que lo escribió logró venderlo. Y eso me dio una idea.

Compré un montón de revistas sentimentales y las estudié. —Adoptó una expresión cínica—. Ahora ya sabe que ese auténtico ángulo de mujer de mis relatos procede de la historia de una madre soltera… Es la única versión que no he vendido a los editores: la versión real. ¿Me he ganado la botella?

Le acerqué el licor. Me sentía trastornado, pero tenía un trabajo que hacer.

—Hijo —expuse—, ¿sigue deseando echarle el guante a ese tipo?

Sus ojos parecieron arder. Tenía una mirada salvaje.

—¡Un momento! —dije—. ¿Sería capaz de matarle?

—Haga la prueba —contestó. Y luego sonrió maliciosamente.

—Tómeselo con calma. Conozco este asunto más de lo que usted se piensa. Puedo ayudarle. Sé dónde está él.

—¿Dónde está? —exclamó abalanzándose hacia mí.

—Suélteme la camisa, hijo —dije sin levantar la voz—. O le dejaremos en el callejón y explicaremos a los polizontes que usted se desmayó. —Le enseñé la cachiporra.

—Perdone. —Me soltó—. Pero ¿dónde está ese hombre? ¿Y cómo es que sabe usted tantas cosas?

—Todo a su tiempo. Hay muchos archivos… Los del hospital, los del orfanato, los expedientes médicos… La directora de su orfanato era la señora Fetherage, ¿correcto? Después fue sustituida por la señora Gruenstein, ¿correcto? Cuando era una mujer, usted se llamaba «Jane», ¿correcto? Y de todo esto no me ha dicho una sola palabra, ¿correcto?

Se quedó sorprendido y un poco asustado.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó—. ¿Trata de crearme problemas?

—No, de verdad que no. Sólo trato de ayudarle. Puedo poner en sus manos a ese tipo. Usted podrá hacer lo que mejor le parezca… y le garantizo que no habrá complicaciones de ningún tipo. Pero no creo que vaya usted a matarle. Sería una actitud propia de un loco… y usted no lo está. En absoluto.

—Basta de charla. ¿Dónde está?

Le serví un poco más de bebida. Estaba borracho, pero la cólera superaba la borrachera.

—No tan deprisa —dije—. Haré algo por usted… si usted hace algo por mí.

—¿Eh? ¿Qué quiere que haga?

—A usted no le gusta su trabajo. ¿Qué le parecería un buen sueldo, un empleo fijo, todos los gastos pagados, siendo usted su único jefe y pudiendo gozar de variedad y aventuras?

—Me parecería algo así como la gallina de los huevos de oro. No diga tonterías, Pop… Ese empleo no existe.

—Muy bien, se lo diré de otra forma. Le entrego al tipo, ajusta cuentas con él y prueba el trabajo que le ofrezco. En el caso de que no reúna las características que he enumerado… bueno, no podré retenerle.

Se tambaleaba. El último trago era el culpable.

—¿Cuándo me traerá a ese hombre? —preguntó con la típica voz del que ha bebido demasiado.

—Si acepta el trato… ¡ahora mismo!

—Acepto el trato. —Y alargó su mano derecha.

Ordené a mi ayudante que vigilara la barra, miré la hora —23.00— y me dirigí hacia la puerta del almacén. En ese mismo instante empezó a sonar «¡Soy mi propio abuelo!» en el tocadiscos automático. El encargado de la máquina tenía órdenes para colocar exclusivamente en ella discos clásicos y del folklore americano, puesto que yo no trago la «música» de 1970. Pero no sabía que aquel disco estaba allí.

—¡Apaga eso! —grité—. Devuelve el dinero al cliente. Voy al almacén. Volveré enseguida.

Y entré en el almacén seguido de la Madre Soltera. Al final del pasillo, frente a los retretes, había una puerta metálica que sólo mi socio y yo podíamos abrir. Y en el interior había otra puerta que daba a una habitación. La única llave disponible estaba en mi poder. Entramos los dos. Mi acompañante miró con ojos nublados por el alcohol aquellas paredes sin ventanas.

—¿Dónde está ese hombre? —inquirió.

—No se impaciente.

Abrí una maleta, el único objeto que había en la habitación. Era una unidad portátil de transformación de coordenadas, serie 1992, modelo II. Una maravilla: carente de partes móviles, veintitrés kilos de peso a plena carga y construido de modo que pudiera hacerse pasar por una maleta. Yo la había ajustado precisamente aquel mismo día. Todo lo que debía hacer era desplegar la red metálica que limita el campo de transformación. Y así lo hice.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Una máquina del tiempo —contesté y extendí la red a nuestro alrededor.

—¡Hey! —exclamó, y retrocedió.

Existe una técnica para efectuar esta operación. La red debe desplegarse de modo que el sujeto retroceda instintivamente hacia la trama metálica. Y entonces se cierra la red, que envolverá a las dos personas por entero. De otra forma, existiría el riesgo de abandonar en el lugar de origen las suelas de los zapatos o un trozo del pie, o de arrancar parte del suelo. Pero ése es todo el cuidado que hay que tener. Algunos agentes se valen de engaños para que el sujeto entre en la red. Yo me limito a decir la verdad y aprovecho el instante de asombro que sigue para accionar el interruptor. Y así lo hice en aquella ocasión.

10.30 - VI - 3 abril 1963 - Cleveland - Ohio - Edificio Apex:

—¡Hey! —repitió—. ¡Quite esta maldita cosa!

—Lo siento —dije, e hice lo que pedía. La red desapareció y cerré la maleta—. Dijo que deseaba encontrar a ese hombre.

—Pero… ¡Usted me dijo que eso era una máquina del tiempo!

—¿Le parece que estemos en noviembre? —pregunté al tiempo que señalaba una ventana—. ¿O que esto sea Nueva York?

Mientras él se quedaba boquiabierto contemplando la vegetación floreciente y la esplendorosa primavera, volví a abrir la maleta. Saqué un fajo de billetes de cien dólares y comprobé que los números y las firmas fueran compatibles con 1963. Al Departamento Temporal no le importa lo que gastes (ese dinero no cuesta nada) pero no gusta de anacronismos innecesarios. Si cometes demasiados errores, una corte marcial te exiliará por un año en un período poco agradable —1974, por ejemplo— con su racionamiento estricto y trabajos forzados. Nunca cometo ese tipo de errores. El dinero estaba perfectamente.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó mi acompañante.

—Él está aquí. Salga y búsquele. Aquí tiene dinero para gastos. —Le di los billetes y añadí—: Ajústele las cuentas. Luego le recogeré.

Los billetes de cien dólares ejercen un efecto hipnótico en una persona que no está acostumbrada a ellos. Los contó con una expresión de incredulidad en el rostro mientras le acompañé al pasillo. Volví a entrar a la habitación y cerré la puerta con llave. El siguiente salto fue muy fácil, un simple cambio en la misma era.

11.00 - VI - 10 marzo 1964 - Cleveland - Edificio Apex: Había una nota debajo de la puerta diciendo que mi alquiler expiraba la semana próxima. Por lo demás, la habitación tenía el mismo aspecto que un instante antes. En el exterior, los árboles habían perdido sus hojas y amenazaba con nevar. Debía apresurarme. Cogí dinero de la época, chaqueta, sombrero y abrigo (todo lo había dejado allí en el momento de alquilar la habitación). Después alquilé un coche y fui al hospital. Estuve veinte minutos aburriendo a la enfermera, hasta que pude llevarme a la niña sin que me viera. Volvimos al edificio Apex. El siguiente salto en el tiempo resultó más complicado, ya que el edificio todavía no existía en 1945. Pero ya había tenido en cuenta este detalle.

00.10 - VI - 20 sept. 1945 - Cleveland - Motel Skyview: La unidad de transformación, la niña y yo llegamos a un motel situado en las afueras de la ciudad. Antes me había registrado como «Gregory Johnson, Warren, Ohio». Cortinas, ventanas y puertas estaban cerradas y todo el mobiliario apartado a un lado, de modo que el aparato dispusiera de un cierto margen de error. Siempre corres el riesgo de darte un buen coscorrón con una silla que no debía estar donde está. Y no por la silla, claro, sino por el retroceso del campo de fuerza.

No hubo ningún problema. Jane dormía profundamente. La saqué del motel, la metí en una caja de cartón y puse ésta en el asiento de un coche que había alquilado antes. Después conduje el vehículo hasta el orfanato, dejé a la niña en las escaleras de entrada y me fui hasta una «estación de servicio» situada a dos manzanas de distancia. (Recuerden que «estación de servicio» era entonces el lugar donde vendían gasolina.) Desde allí telefoneé al orfanato y regresé a tiempo para ver cómo recogían a Jane. A continuación volví al motel y abandoné el coche en sus cercanías. Recorrí a pie el trecho que faltaba hasta el edificio y salté en el tiempo hacia 1963.

11.00 - VI - 24 abril 1963 - Cleveland - Edificio Apex: Este último cambio de año resultó perfecto. La exactitud de estos saltos depende del tramo —tiempo— que recorres, excepto cuando regresas a cero. Si me había equivocado, Jane estaría descubriendo en este momento preciso, en el parque y en una fragante noche primaveral, que ella no era tan «buena» chica como pensaba. Cogí un taxi para ir a casa de los tacaños y me quedé vigilando en una esquina, acechando en las sombras.

Al cabo de un rato les vi caminando por la calle, muy apretados el uno al otro. Llegaron al porche. Él la cogió por la cintura y se despidió con un largo beso, más largo de lo que yo había imaginado. Luego ella entró en la casa y él se alejó. Me deslicé tras él y le cogí por el hombro.

—Todo ha terminado, hijo —dije—. He vuelto para recogerle.

—¡Usted! —La sorpresa le dejó sin respiración.

—Yo. Ahora ya sabe quién es él… Si medita un poco, también sabrá quién es usted… Y si piensa lo bastante, podrá imaginarse quién es la niña… y quién soy yo.

Estaba temblando sin poder contenerse y no pronunció una sola palabra. Resulta terrible comprobar que no puedes resistirte a que tú mismo te seduzcas. Le llevé hasta el edificio Apex y efectuamos un nuevo salto en el tiempo.

23.00 - VII - 12 ag. 1985 - Base subterránea de las Montañas Rocosas: Desperté al sargento de guardia, le mostré mi identificación y le ordené que acostara a mi compañero (dándole antes una píldora adecuada) y que tomara sus datos por la mañana. El sargento puso mala cara, pero los galones siempre son los galones, no importa la época. Hizo lo que le había ordenado… pensando, sin duda, que la próxima vez que nos encontráramos él sería coronel y yo sargento. Y es algo que puede suceder perfectamente en nuestro cuerpo.

—¿Cómo se llama? —me preguntó.

Apunté el nombre del nuevo recluta y el sargento enarcó las cejas al leerlo.

—¿Así se llama? Vaya, vaya…

—Cumpla con su deber, sargento. —Luego me volví hacia mi compañero—. Hijo, tus problemas han terminado. Estás a punto de empezar el mejor trabajo que un hombre pueda desear… Y lo harás bien. Lo sé.

—¡Claro que lo harás! —convino el sargento—. Mírame… Nacido en 1917… Aún eres joven y aún gozas de la vida.

Me fui a la sala de saltos y dispuse todo en el cero preseleccionado.

23.01 - V - 7 nov. 1970 - Nueva York - «Pop’s Place»: Salí del almacén con una botella de Drambuie para justificar el minuto que había estado ausente. Mi ayudante estaba discutiendo con el cliente que había puesto el disco «¡Soy mi propio abuelo!».

—Bueno, ya está bien —dije—. Déjale que lo ponga y luego desenchufas la máquina.

Me encontraba muy fatigado. Es un trabajo duro, pero alguien tiene que hacerlo. Además, en los últimos años, desde el Error de 1972, el reclutamiento es muy difícil. ¿Puede pensarse en algo mejor que coger gente confusa y ofrecerles un trabajo bien remunerado e interesante (aunque sea peligroso) para una causa necesaria? Todo el mundo sabe ahora por qué fracasó la Guerra del Fracaso de 1963. La bomba destinada a Nueva York no hizo explosión y un centenar de detalles no salieron como se había planeado… Todo por culpa de mis semejantes.

Pero ése no es el caso del Error de 1972. Nosotros no tuvimos la culpa… y ya no puede repararse. No hay paradoja que resolver. Una cosa es, o no es, ahora y por los siglos de los siglos, amén. Pero no habrá otro igual. Una orden fechada «1992» tiene prioridad sobre cualquier otro año.

Cerré el bar cinco minutos antes y dejé una carta en la caja registradora, explicando a mi socio que aceptaba su oferta para comprar mi parte del negocio y que se pusiera en contacto con mi abogado, puesto que yo iba a emprender unas largas vacaciones. Yo no sabía si el departamento recibiría o no el dinero, pero les gusta que todas las cosas queden bien arregladas. Me dirigí a la habitación interior del almacén y salté a 1993.

22.00 - 12 ene. 1993 - Edificio anexo de la base subterránea de las Montañas Rocosas - Cuartel general del Departamento Temporal: Me presenté al oficial de guardia y me dirigí a mi habitación pensando en dormir durante toda una semana. Había cogido la botella de la apuesta (al fin y al cabo, la había ganado) y tomé un trago antes de redactar mi informe. El licor tenía un sabor horrible, y no pude entender por qué aquella marca, Old Underwear, me había gustado en otras ocasiones. Pero era mejor que nada. Pienso demasiado, no me gusta estar tan serio. Pero tampoco me gusta dedicarme a la bebida. Hay personas que ven serpientes. Yo veo personas.

Dicté mi informe: cuarenta reclutamientos, todos con el visto bueno del Departamento de Psicología, contando con el mío propio (ya sabía de antemano que lo aprobarían. Yo estaba aquí, ¿no?). Luego grabé una solicitud para que se me asignara una misión. Ya estaba harto de reclutar. Eché las dos cintas en la ranura y me fui a dormir.

Mis ojos se fijaron en el «Reglamento del Tiempo» que estaba sobre mi cama:

Nunca dejes para ayer lo que debas hacer mañana.

Si logras triunfar, no vuelvas a intentarlo.

Una puntada a tiempo salva nueve mil millones[1].

Una paradoja puede ser modificada.

Es más pronto de lo que piensas.

Los antepasados son simples personas.

Incluso Júpiter cabecea.

Ya no me inspiraban tanto como cuando era recluta. Treinta años subjetivos de saltos en el tiempo llegan a cansarte. Me desnudé y cuando me quedé en cueros me miré la barriga. Una cesárea deja una cicatriz enorme, pero ahora tengo mucho pelo en el vientre y no la advierto a menos que la busque.

Luego me fijé en el anillo.

La serpiente que devora su propia cola, por los siglos de los siglos… Yo sé de dónde procedo… Pero ¿de dónde provenís todos vosotros, zombies?

Empezó a dolerme la cabeza, pero nunca tomo medicamentos para la jaqueca. Es algo que no hago jamás. Lo hice una vez… y todos desaparecisteis.

De modo que me arrastré hasta la cama y apagué la luz de un soplo.

Vosotros no estáis ahí. Nadie existe, sólo yo —Jane—, aquí a solas en la oscuridad.

¡Os añoro espantosamente!